Por: Víctor Corcoba Herrero
Nadie me negara que vivimos bajo una tormenta de incertidumbres, y en lugar de tomar decisiones para huir de este hábitat de vacilaciones planetarias, aún tenemos tiempo para acrecentar la confusión poniéndonos en el pedestal de juzgadores. Quién juzga siempre yerra porque se convierte en una persona endiosada, hipócrita, del que siempre debemos desconfiar. Ciertamente, el único vicio que no puede ser eximido es el de la falsedad.
Algunos seres humanos son tan falsos que ni ellos mismos son conscientes de que piensan justamente lo contrario de lo que pregonan. De ahí la importancia de no adjetivar conductas, puesto que no tenemos capacidad para juzgarlo todo, y mucho menos para condenar en un abrir y cerrar de ojos.
Con demasiada frecuencia, olvidamos que todo necesita su período de reflexión. A veces es tanta la obsesión de juzgadores, que llegamos a confundir la realidad con el sueño, volviéndonos soberbios y autosuficientes, en vez de aceptar nuestra propia derrota en el juicio contra los demás. Bajo este caminar de cada día, nadie vamos a estar libres de ser juzgados, convendría, pues, que cuando nos vienen las ganas de criticar a alguien, que es otro modo de juzgar, tomásemos con el mismo interés el aprecio por el ser humano, especialmente por aquellos más vulnerables. Precisamente, en este mismo mes de octubre, concretamente el día once, se celebra el tercer aniversario de la instauración del Día Internacional de la Niña, el cual tiene por objetivo prioritario visibilizar y reconocer los derechos de las niñas y los desafíos excepcionales que éstas confrontan en todo el mundo. Nos consta que, en demasiados países, casi una de cada cinco adolescentes ha sufrido abuso sexual, y que la práctica de la mutilación genital o la circuncisión femenina, todavía permanece enraizada en muchas tradiciones. Cuesta entender que, con tantos juzgadores, no hubiésemos encontrado la salida a esta derrota humanitaria.
Lo mismo sucede con los conflictos, juzgamos la crueldad pero, en ocasiones, hacemos bien poco por asistir humanamente a la persona que pide nuestro auxilio. Por desgracia, no solemos pasar del terreno de censores, lo acusamos todo, como si nosotros mismos no formásemos parte de la especie social. De lo contrario, no tendríamos déficit, como se tiene, en la capacidad de los gobiernos y en las organizaciones humanitarias para responder a estas demandas de emergencias.
Con esta manera de juzgarlo todo, es evidente, que seguimos engañándonos a nosotros mismos. Quizás tengamos que reconsiderar nuestras opiniones y ser más condescendientes con nuestros semejantes. En un mundo de tantos avances, riquezas y tecnologías que nos fortalecen y acortan las distancias, no es justo que multitud de personas vivan en la marginalidad más absoluta, sin poder salir de la pobreza.
Tal vez precisemos más abogados defensores de causas que hemos dado como perdidas. Quién es quién para juzgar a un ser humano y considerarlo como un producto de desecho. Si en verdad queremos dignificar la vida, tenemos que engrandecer antes a sus propios moradores sin distinción alguna.
Yo me imagino un planeta donde ningún ciudadano se sienta despreciado, donde todos seamos hermanos y no exista la competitividad, fuente de conflictividad, donde nadie sea más que nadie y se respeten los corazones, donde el afán de lucro se sustituya por el afán de servicio, donde la luz se haga realidad para todos. Habríamos ganado el futuro y, entonces, por haberlo construido entre todos, si que tendríamos derecho a juzgar el pasado. Pero sólo construyendo….un mundo para todos.