Cuando a la expolicía Luz María Estrada Vargas, el crimen organizado de Michoacán, trató de extorsionarla ofreciéndole regalos como un casa o un automóvil a cambio de su colaboración y que trabajara para ellos desde la corporación policiaca, le entró pánico.
“¡Ánimas benditas del purgatorio y ahora qué voy a hacer! Cuando le conté a mis hermanos, me dijeron que ni de loca fuera a aceptar”, cuenta.
Una hermana que ya vivía en Santa Ana, California le propuso venirse a Estados Unidos para ponerse a salvo.
Estrada Vargas estaba separada de su esposo. El hombre se había venido al estado de Utah, y tenía tiempo sin saber nada de él, ni de recibir ningún apoyo para sus cinco hijos.
Dejó a sus hijos encargados con su madre. Llegó a Santa Ana en 2008; y consiguió trabajo como cocinera en una lonchera.
Cinco años después, recibió una sorpresiva llamada telefónica de su esposo, en la que le decía que tenía tiempo que había regresado a Michoacán y quería ver a sus hijos. “Me dijo que lo iban a matar, que ya no iba a durar, y que quería despedirse de ellos”, dice.
A los días lo asesinaron. Semanas después su hermano corrió la misma suerte.
Vuelve, para traerse a sus hijos
“A los cuatro meses del asesinato del padre de mis hijos y mi cuñado, murió mi madre y me vi obligada a regresar a México”, relata.
De regreso a Michoacán, Estrada Vargas se dio cuenta que la violencia estaba imparable. “Dejé de mandar a mis hijos a la escuela. Tenía miedo que a mis hijas las fueran a violar y matar”,comenta.
Meses después al punto de la desesperación, tomó la decisión más arriesgada de su vida – huir de su pueblo con sus hijos.
“Les dije, ‘agarren lo que más le guste y vámonos’. No les dije para dónde íbamos. Era mejor salir sin llevar nada porque corres peligro si te ven salir con equipaje”.
Hicieron el viaje en autobús hasta Tijuana. Estrada Vargas y sus hijos se fueron directo a la línea fronteriza. Al oficial de migración le habló claro, le dijo que no tenían papeles.
“Vengo a pedir protección para mi y mis hijos porque sé que este país protege a quienes corren peligro de muerte. En mi pueblo están matando gente. Mis hijos y yo necesitamos de su ayuda”, recuerda que les dijo.
En una entrevista, les confesó que meses antes había vivido indocumentada en California. “Les dije que pasé por el cerro y que había caminado durante tres días. ‘¿Y tienes a alguien que vea por ti en Estados Unidos?’ me preguntó el oficial que me entrevistaba. ‘Tengo un tío en Santa Ana’, le dije. ‘¿Pero viene con la esperanza de que la mantengan a usted y sus hijos?. Porque ustedes vienen a quitarnos lo nuestro’. No señor, cómo cree, le dije. Lo de usted es de usted. Yo no vengo a este país a que el gobierno mantenga a mis hijos yo siempre he visto por ellos”, dice.

Estrada Vargas le platicó al oficial que se hizo policía en México cuando su esposo la abandonó para venir a Estados Unidos y dejó de mandarle dinero. Ella vivía en la ranchería Ojo de Agua, en Michoacán.
“Yo nunca había trabajado. No sabía hacer nada. Pero no tenía dinero para darle de comer a mis hijos. Estábamos hambrientos. El más pequeño me decía, ‘déme aunque sea agua de jamaica en el biberón’”.
Contó que después de encontrar empleo como tortillera y mesera en un restaurante, se le apersonó al alcalde de su pueblo y le dijo que ella había votado por él y que la ayudara a conseguir un empleo.
“’¿Sabes computación?’ No, no sé. Pero sé barrer y trapear. ‘No hay vacantes para eso’, me respondió. ‘Pero tengo vacantes para policía’. Pero yo no sé nada de eso. ‘¿Tienes o no necesidad?’ No pues acepté. El sueldo era bueno. Me pagaban 3,500 pesos a la quincena (como 300 dólares). Era más dinero que de mesera, incluyendo las propinas”, recuerda.
Estrada Vargas fue policía por tres años hasta que escapó después del intento de extorsión del crimen organizado.
Dice que tras contarle su historia al oficial de migración, la mandaron a dormir a una traila, a ella y a sus cinco hijos.
“Nos despertaron a las tres de la mañana para llevarnos a San Isidro. El chofer del camión que nos llevaba me dijo que era para darnos la oportunidad de llamar por teléfono a un familiar. Si no contestaban, nos regresarían a México. Me puse a rezar lo más que pude”, dice.
El tío avisó que iba por ellos pero como no llegaba, los oficiales la echaron fuera de las instalaciones de Migración en San Isidro. “En la calle, yo no sabía qué hacer. Estaba feliz porque nos habían soltado pero no tenía ni un dólar, ni cómo hablarle a mi tío. ‘En nombre sea de Dios’, dije. En eso pasó un hombre y le pedí su teléfono para hablarle a mi tío. No quiso y se fue. Pero se regresó y nos prestó su teléfono. Quizá le dimos lástima. Mi tío nos dijo que ya venía por nosotros”, recuerda.
Estrada Vargas solicitó el asilo político en 2014. El viernes 15 de diciembre mientras cobraba a los clientes en la lonchera donde trabaja como cajera en Santa Ana, recibió una llamada del despacho del abogado en migración, Eric Price.
“P’uede venir a la oficina. Acaban de aprobarle el asilo político para usted y sus cinco hijos’. Yo me puse a gritar de felicidad. No me importó que hubiera una fila de gente queriendo pagar”,recuerda.
“Este asilo es una bendición muy grande. Un regalote de Navidad que no esperábamos. Estoy muy agradecida con los abogados pero quiero decir que sin la fe en Dios esto no hubiera sido posible”, dice plena de júbilo.
Estrada Vargas además de trabajar en una lonchera, junta botes que luego vende para sacar un ingreso extra. Sus hijos: Gloria de 17 años, Eva de 16, Salvador de 13, Rosendo de 12 y Carina de 11 van a la escuela.