Un par de mandarinas colocadas en el asfalto sirven como portería. En la calle de la Casa del Migrante de Tijuana, cada tarde se organizan dos equipos. De un lado, los que escapan de las balas en su casa porque la mafia les ha amenazado –pagas o te mato– y han visto caer a familiares y vecinos; del otro, los que por culpa de un terremoto hace años abandonaron su tierra, la más pobre de Latinoamérica, saltaron a Brasil y ahora vuelven a conjurar el desempleo y la pobreza. El balón es amarillo y verde. Haitianos y mexicanos arrancan el juego. Todos han llegado hasta aquí para intentar marcar gol entre las dos mandarinas y en la frontera de Estados Unidos.
El equipo haitiano es relativamente nuevo. Desde junio, hombres y mujeres solos, adolescentes y familias con niños han ido llegando por cientos a Tijuana y Mexicali, el otro punto fronterizo de Baja California, hasta desbordar los centros de acogida mexicanos. El pinchazo económico de Brasil, donde trabajaban en la construcción con visados temporales, ha provocado una inédita ruta migratoria. Las cifras oficiales desde el verano rondan las 8.000 personas y la previsión es que el flujo continúe engordando.
La Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), la Organización Internacional para los Migrantes y hasta el Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, han visitado la zona para intentar atajar una situación que las organizaciones de derechos humanos definen como de crisis humanitaria. Iglesias y centros religiosos han sido habilitados durante las últimas semanas para evitar que se repitan las fotos de mantos de haitianos durmiendo a las puertas de los albergues.
Al terminar la pachanga de fútbol callejero, Leonardo Flores y Fedner Charles, 20 y 21 años, colocan los platos y los vasos en las mesas del comedor del albergue. Los dos llevan casi un mes en la casa, una especie de corrala de tres pisos fundada por curas italianos, con capacidad para 140 personas y que ha llegado a resguardar a 200. Ninguno habla la lengua del otro, pero el idioma del balón y las bromas adolescentes les han convertido en amigos mientras esperan su cita con las autoridades migratorias estadounidenses.
Flores y su padre abandonaron Acapulco la misma noche que dos hombres aparecieron en la tortillería de la familia para doblarle el precio de la extorsión: “Ya estaba muy pesado el ambiente”. Una semana antes, había visto como le descerrajaban un balazo en la cabeza a otro chaval mientras esperaba el autobús. Para explicarse, Flores hace el gesto de la pistola con la mano. Charles arquea las cejas. Acaba de comprender a su amigo. Él también ha visto morir a compañeros durante su viaje.
Las cifras oficiales desde el verano rondan las 8.000 personas y la previsión es que el flujo continúe engordando
Nueve países y más de 11.000 kilómetros después, su historia es parecida a la del resto de Ulises caribeños varados en el norte de México. El terremoto de 2010 devastó su ciudad, Puerto Príncipe. Su familia, qué tenía una pequeña tienda de alimentos, buscó refugio en Brasil, que por entonces necesitaba trabajadores para remodelar sus ciudades olímpicas. “Pero ya no hay trabajo y la renta de la casa es muy alta”, explica en un portugués afrancesado. Con una mochila y los ahorros de la familia –3.000 dólares, de los que ya no le queda nada– emprendió el viaje. En autobús y a pie.
El peor tramo fue la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, cuyo Gobierno ha taponado la entrada de migrantes –cubanos, africanos y haitianos– hacia el norte. Para cruzar Centroamérica, territorio de las mafias de tráfico de personas, se vieron obligados a pagar coyotes, los guías de las redes de traficantes.
A Charles le asaltaron en Honduras mientras dormía al raso. A Guillerme, 26 años, gorra de béisbol y trenza africana, le robó el propio coyote: “Le di 500 dólares pero desapareció”. Tuvo que esperar un mes en Costa Rica hasta que su familia le mandó más dinero por Western Unión. Cuando por fin pudo cruzar a Nicaragua a través del lago Cocibolca, el más grande de Centroamérica, recuerda que una mujer que venía enferma desde la selva panameña no lo logró y se perdió entre el agua. “Estados Unidos es el único país que nos puede ayudar”, dice atusándose la visera con una mezcla de aflicción y esperanza.
México ha respondido a este nuevo flujo otorgando un permiso temporal por 20 días desde su entrada por Chiapas. Mientras que EE UU ha aumentado el cupo de solicitudes diarias de asilo en la frontera de 75 a 100 diarias. La mitad para desplazados mexicanos –un fenómeno casi invisible en el país y que el año pasado sumó casi 300.000 casos–, la otra mitad para no mexicanos. “Ante la saturación, los migrantes haitianos están pasando mucho más que 20 días en la ciudad. Nosotros les ayudamos a concertar la cita con EE UU y están dando un plazo de casi dos meses. Mientras tanto conviven aquí con otros migrantes y con los deportados”, cuenta Leonardo Martínez, coordinador de otro de los albergues, el Desayunador del padre Chava.
En la entrada del centro, un patio de tierra, han levantado una especie de tienda de campaña gigante de madera para dar cobijo a los nuevos visitantes. Tendidas en mantas, madres haitianas amamantan a sus hijos mientras esperan para su desayuno una fila de veteranos. Como un salvadoreño que antes que dar su nombre prefiere levantarse la camiseta y enseñar el costado: le faltan dos costillas porque se quedó sin dinero y el coyote le tiró en marcha de La Bestia, el tren que trasporta a los migrantes centroamericanos; o un tapatío que tampoco da el nombre pero dice haber sido deportado tres veces y que va a intentarlo una cuarta por el Nido del Águila, el montículo estratégico tijuanense para colarse por la valla.
“Con los haitianos nos estamos encontrando con un perfil completamente diferente del tradicional. Personas de clase media baja, con menos de cuarenta años y un 20% niños. Además, vienen con la idea muy clara de lograr permiso de entrada en EE UU”, explica Araceli Almaraz, profesora del Colegio de la Frontera Norte, que se encarga de estudiar los fenómenos migratorios.
En un desguace a dos calles del Desayunador, juntó a un chevy con matrícula de California y las tripas fuera, dos amigos miran apoyados en la barra de un pequeño chiringuito como cocina una mujer. Magali, 28 años, está preparando pollo creole, rebozado y frito con especias. “No nos gusta la comida mexicana”, dice Michel, su marido, vestido con chándal y zapatillas Nike y un iPhone en la mano. Magali, que no quiere hablar, como todas las mujeres haitianas consultadas para este reportaje, cobra en mano 25 dólares a la semana por trabajar seis horas en esta cocina empotrada, donde vienen a comer algunos de sus compatriotas por tres dólares el plato. Los dueños del desguace hacen algo de dinero y con el sueldo de Magali, ella y su marido pagan una pensión hasta que llegue su turno en la frontera.
La tesis de muchos académicos sobre el porqué de este flujo ahora y porqué solo en Baja California es que los migrantes haitianos vienen buscando la puerta abierta por un tratado humanitario, Estatus de Protección Temporal, (TPS, por sus siglas en inglés) firmado desde el terremoto de 2010 y al que aún le queda un año de vigencia. “Mexicali y Tijuana son las únicas fronteras donde aplica el tratado. No les confiere residencia permanente ni ningún estatus migratorio, tienen que estar permanentemente localizables, pero pueden trabajar mientras por ejemplo solicitan el asilo, un proceso mucho más largo y complejo”, apunta la profesora del Colef.
La posibilidad de la deportación una vez que pisen suelo estadounidense parece descartada. No tanto la sombra del tráfico de personas. “Siempre ha habido flujos de migrantes haitianos. Pero además del efecto salida de Brasil, este pico tan grande y el hecho de que la mayoría viajen sin pasaporte constatan que sin duda hay redes que están operando durante toda la ruta”, sostiene Mario Madrazo, directivo del Instituto Nacional de Migración de México.
Las redes que también se han desplegado son las de la solidaridad. Uno de los trabajadores de la Casa del Migrante abre la puerta de la despensa. Las estanterías están llenas desde el suelo hasta el techo. “Este es una ciudad de migrantes —explica— y hay mucha empatía con la gente que llega y necesita ayuda”. Así es Tijuana, con sus calles anchas y polvorientas donde con la misma naturalidad uno se puede topar con un consumidor de heroína inyectándose a las ocho de la mañana o con alguno de los restaurantes más sofisticados y sabrosos del país.