sábado, abril 20, 2024

Familia hondureña buscó mejor vida en Miami

Miami-Estados Unidos.- A Wendlin Girón se le humedecen los ojos cada vez que recuerda los días que lo único que tenía para alimentar a sus cuatro hijos era un banano.

Sus tres hijas y el varón, todos menores de 10 años de edad en ese momento, se turnaban para darle una mordida a la fruta, pasándosela entre ellos en silencio ya que su madre les había pedido que no revelaran su acento en México.

“Y a veces no teníamos ni qué comer”, dijo sollozando Girón, de 33 años, reseñó El Nuevo Herald.

Así fue el largo trayecto de más de 2,000 millas que emprendió la familia Banegas hace unos seis años cuando, huyendo de violentas pandillas, abandonaron su hogar en Honduras y emigraron a Estados Unidos. Ahora viven en el albergue de Miami Rescue Mission y están contando su desgarradora historia en esta temporada de fiestas, colmados de esperanza de que la comunidad les de una mano.

Su tormento inició en la víspera del cumpleaños número cuatro de las gemelas, Suamy Yulieth y Suamy Lizbeth, hijas de Girón y de su esposo, Gerson Banegas de 34 años.

Al matrimonio le estaba yendo bien económicamente -él trabajaba de técnico electricista y ella se ganaba la vida como soldadora- así que habían decidido dar un paso grande: construirían una casa en la colonia San Francisco, en Tegucigalpa. Esperaban poder desalojar la casa del padre de Girón y brindarle a sus hijos una vivienda propia.

Para celebrar a sus hijas, habían decidido organizar una fiesta. Compraron globos y juguetes, y lo escondieron todo en su carro para que fuera sorpresa.

Esa noche unos ladrones allanaron el vehículo y se llevaron los regalos. Causaron mucho ruido al hacerlo, y cuando Girón salió a ver que ocurría, escuchó que uno de ellos dijo, “¡Maten a los testigos!”

Ella lo reconoció inmediatamente: era el mismo hombre que la violó cuando tenía 14 años. Bajo amenazas, nunca le contó a nadie, pero Girón nunca olvidó como lucía su abusador. “Sentí mucho miedo”, confesó.

Poco después de eso, Girón salió de su casa un día a comprar tortillas en su barrio. Llevaba a Uziel, su hijo menor, agarrado de la mano cuando de repente un auto se detuvo a su lado y un grupo de atacantes encapuchados los golpearon, les taparon la boca y los metieron a el vehículo.

Le metieron la pistola en la boca al bebé. Y a ella la interrogaron: “¿Dónde trabaja tu marido? ¿De quién son esos carros que maneja él?”

Girón les explicó que los carros se los prestaba la empresa con la que trabajaba Banegas, pero los secuestradores le dijeron que ellos ya no encajaban en la colonia. “No los queremos ver aquí. Váyanse”, Girón recuerda que sentenciaron con tono intimidante.

Le rogó a su esposo que se mudaran, pero Banegas insistió en que se quedarían, considerando la construcción a medio terminar de su casa.

Pero finalmente, ante la situación precaria, la familia se mudó a otro vecindario, Brasilia. Pero ahí empeoró todo.

Ahí abrieron una pulpería a la que llamaron “Las Gemelas” para que Girón pudiera quedarse en casa a cuidar a los niños. La imposición de los maleantes no tardó en llegar: un hombre pasó casualmente un día a informarles que a partir de ese momento iba a cobrarles 500 lempiras semanalmente, lo que equivale a unos 20 dólares hoy en día, en nombre de la mara MS-13.

Eso se conoce como el “impuesto de guerra” en Honduras: si deseas operar un negocio, debes darle una parte de tus ganancias a los delincuentes locales. O enfrentas las consecuencias.

El pandillero luego exigió más dinero. Y luego, pandilleros de otras maras también les cobraban. Les duró tan solo seis meses el mercadito, hasta que ya no pudieron pagar las altas multas y cerraron su pequeño negocio.

Si ese hubiera sido el fin de los criminales en sus vidas, capaz la familia seguiría comiendo baleadas en Honduras, pero no fue así.

Los mareros comenzaron a irrumpir en su casa en busca de dinero. Sucedía tan a menudo que los padres entrenaron a los niños para que se escondieran debajo de las camas apenas escuchaban a los matones golpeando la puerta para entrar.

Girón no aguantó más y le suplicó a su esposo que se fueran de Honduras. Vendieron todo lo que pudieron, y con eso y las prestaciones laborales de Banegas emprendieron el viaje al norte. Todos los vecinos que se enteraron de sus planes les advirtieron que era peligroso.

“Si nos van a matar, va a ser de un solo no como aquí en Honduras que nos están torturando”, les respondía Girón.

Lo único que obtuvieron antes de salir para guiarse fue un mapa de Centroamérica y México. Inicialmente se propusieron hacerlo por su cuenta -sin coyote- y les fue bien hasta que se encontraron con integrantes del feroz cartel de Los Zetas en Hermosillo, al norte de México, muy cerca de su preciado destino. Los narcotraficantes les dijeron que les perdonarían la vida pero que se regresaran a su país.

Cruzaron de nuevo la frontera a Guatemala, momento que Girón caracteriza como el más debilitante en su ordalía. Su esposo le pedía que volvieran. Ella se negó.

Así que nuevamente empezaron desde cero. Un día estaban durmiendo en el parqueo de un hotel en Veracruz cuando un hombre les hizo una oferta que no pudieron rechazar: $9 mil dólares por llevarlos a todos. Girón dijo que lo que habían oído antes era $7 mil por persona.

Dos largos meses más tarde, la familia llegó a la frontera con Texas, donde un oficial de inmigración les dijo a los niños que ya no temieran porque nadie les haría daño.

De ahí, se fueron unos años a un pequeño pueblo en Alabama llamado Foley, donde vivieron con un pariente y trabajaron en la construcción. Pero el abogado que contrataron para procesar su caso de inmigración vivía en Miami, por lo que hace aproximadamente un año, se reubicaron en Florida. Se quedaron con otro pariente por un tiempo hasta hace unos seis meses, cuando se fueron después de un desacuerdo.

En julio, después de cientos de noches de insomnio, los documentos de asilo llegaron por correo y los padres comenzaron a ver la luz al final del túnel.

Los niños de Banegas, a pesar de todo, todavía levantan la barbilla. Y esta Navidad, como en las últimas seis, no esperan recibir ningún regalo, pero su madre espera recibirlo de todos modos.

Hace unas semanas, Girón preguntó qué les gustaría y los cuatro niños la miraron perplejos.

“No recuerdan que yo les haya preguntado alguna vez qué juguetes o regalos querían, así que estaban confundidos”, dijo Girón.

Después de un rato lo susurraron.

Roxana, de 12 años, confesó que le encantaría una cámara. Las gemelas, de 10 años, se preguntaron si podrían estrenar una bicicleta y una muñeca. Uziel, de 8 años, dijo que anhela un Nintendo Switch.

En cuanto a los padres, ambos se beneficiarían de tener una computadora para tomar clases en línea en el Miami Dade College y aprender inglés. Girón también usaría el dispositivo para algún día obtener su certificación de asistente de enfermera.

“Se me parte el alma cuando vamos a las tiendas, y los veo viendo algo”, dijo. “Pero nunca me piden nada. Simplemente me miran y dicen: ‘Algún día, ¿verdad, mamá? Tal vez algún día puedas comprarnos eso’ “.

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